sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 5

Otra fuerza a la que enfrentarse, otra parte que busca el poder y ha decidido
usarme como ficha de su juego, aunque las cosas nunca parecen salir según lo
previsto. Primero estaban los Vigilantes de los Juegos, que me convirtieron en su
estrella para después recuperarse como pudieron de aquel puñado de bayas
venenosas. Después el presidente Snow, que intentó usarme para apagar las llamas
de la rebelión y sólo consiguió que cada uno de mis actos resultara incendiario. A
continuación, los rebeldes me atrapan en la zarpa metálica que me saca de la arena y
me nombran Sinsajo, y después tienen que recuperarse de la conmoción de descubrir
que quizá yo no desee las alas. Y ahora Coin, con su puñado de preciados misiles y
su maquinaria bien engrasada, descubre que es mucho más difícil acicalar a un
sinsajo que cazarlo. Pero ha sido la más rápida en determinar que tengo mis propios
objetivos y, por tanto, no puede confiar en mí. Ha sido la primera que me ha
marcado en público como una amenaza.
Acaricio la espesa capa de burbujas de mi bañera. Limpiarme es el paso preliminar
para decidir mi nuevo aspecto. Con el pelo dañado por el ácido, la piel quemada por
el sol y unas feas cicatrices, el equipo de preparación tiene que ponerme guapa y
después herirme, quemarme y marcarme de manera más atractiva.
‐ Ponedla en base de belleza cero ‐fue lo primero que ordenó Fulvia esta mañana‐.
Trabajaremos a partir de ahí.
Al final resulta que la base de belleza cero es el aspecto que tendría una persona si
se levantara de la cama con un aspecto perfecto, pero natural. Significa que me cortan
las uñas a la perfección, aunque no las pintan; que tengo el pelo sedoso y reluciente,
aunque sin peinar demasiado; que me dejan la piel suave e impoluta, aunque sin
pintarla; que me hacen la cera y me borran las ojeras, aunque sin realizar mejoras
visibles. Supongo que Cinna dio las mismas instrucciones el primer día que llegué
como tributo al Capitolio. Aquello era distinto, ya que era una concursante y ahora
soy una rebelde, así que supongo que tendré que parecerme más a mí misma. Sin
embargo, resulta que los rebeldes televisados también tienen que estar a la altura.
Después de enjuagarme la espuma, me vuelvo y veo a Octavia esperando con una
toalla. Sin la ropa chillona, el exceso de maquillaje, los tintes, las joyas y los adornos
del pelo, no tiene nada que ver con la mujer que conocí en el Capitolio. Recuerdo que
un día se presentó con una melena rosa fuerte salpicada de parpadeantes luces de
colores con forma de ratones. Me dijo que en casa tenía varios ratones como
mascotas, cosa que me repugnó en su momento, ya que nosotros consideramos
alimañas a los ratones, a no ser que estén cocinados. Sin embargo, a Octavia le
gustaban porque eran pequeñitos, suaves y hacían ruidos chillones, como ella.
Mientras me seca, intento acostumbrarme a la Octavia del Distrito 13. Su color de
pelo real resulta ser un caoba muy bonito. Tiene una cara normal, aunque con una
dulzura innegable. Es más joven de lo que pensaba, quizá veintipocos. Sin las uñas
decorativas de ocho centímetros sus dedos son casi cortos y no dejan de temblar.
Quiero decirle que no pasa nada, que me aseguraré de que Coin no vuelva a hacerle
daño, pero los moratones multicolores que florecen bajo su piel verde me recuerdan
mi impotencia.
Flavius también parece desvaído sin los labios morados y la ropa de colores. Eso
sí, ha conseguido ordenar más o menos sus tirabuzones naranjas. Es Venia la que ha
cambiado menos: su pelo turquesa cae liso en vez de estar de punta, y se le ven las
raíces grises, pero los tatuajes son su rasgo más llamativo, y siguen tan dorados y
sorprendentes como siempre. Se acerca y le quita la toalla a Octavia.
‐ Katniss no va a hacernos daño ‐le dice a Octavia en voz baja, aunque firme‐. Ella
ni siquiera sabía que estábamos allí. Todo irá mejor ahora.
Octavia asiente levemente, aunque no se atreve a mirarme a los ojos.
No es fácil dejarme en base de belleza cero, ni siquiera con el arsenal de productos,
herramientas y cacharros que Plutarch tuvo la previsión de sacar del Capitolio. Mi
equipo lo hace bastante bien hasta que intentan solucionar el agujero que me dejó
Johanna en el brazo al sacar el dispositivo de seguimiento. El equipo médico no tuvo
en cuenta la estética cuando lo remendó, así que ahora tengo una cicatriz irregular y
llena de bultos que ocupa el tamaño de una manzana. Normalmente me lo tapa la
manga, pero el traje de Cinna está diseñado para que las mangas lleguen hasta justo
encima del codo. Es un problema tan gordo que llaman a Fulvia y Plutarch para
analizarlo. Juro que la visión de la cicatriz hace que Fulvia tenga arcadas. Cuánta
sensibilidad para alguien que trabaja con un Vigilante. En fin, supongo que sólo está
acostumbrada a ver cosas desagradables en una pantalla.
‐ Todos saben que tengo la cicatriz ‐digo, malhumorada.
‐ Saberlo y verla son dos cosas muy distintas ‐replica Fulvia‐. Es completamente
repulsivo. Plutarch y yo pensaremos en algo durante la comida.
‐ No pasará nada ‐dice Plutarch, restándole importancia‐, puede que con un
brazalete o algo así.
Asqueada, me visto para poder ir al comedor y me encuentro con mi equipo de
preparación apiñado en un grupito junto a la puerta.
‐ ¿Es que os traen aquí la comida? ‐les pregunto.
‐ No ‐responde Venia‐, se supone que tenemos que ir a un comedor.
Suspiro para mis adentros y me imagino entrando en el comedor con estos tres
detrás, pero, de todos modos, la gente siempre me mira, así que tampoco varía
mucho.
‐ Os enseñaré dónde es, venga.
Las miradas furtivas y los murmullos por lo bajo que suelo despertar no son nada
comparados con la reacción que produce mi estrafalario equipo de preparación. Las
bocas abiertas, los dedos acusadores, las exclamaciones…
‐ No hagáis caso ‐les digo a los tres, que me siguen por la fila con la mirada gacha
y movimientos mecánicos para aceptar los cuencos de estofado de pescado grisáceo y
quingombó, y las tazas de agua.
Nos sentamos a mi mesa junto a un grupo de la Veta que resulta ser un poco más
discreto que la gente del 13, aunque quizá por vergüenza. Leevy, que era vecino mío
en el 12, saluda con cautela a mi equipo , y la madre de Gale, Hazelle, que debe de
saber lo de su encierro, levanta una cucharada de estofado.
‐ No os preocupéis ‐comenta‐, sabe mejor de lo que parece.
Sin embargo es Posy, la hermana de cinco años de Gale, la que más ayuda. Corre
por el banco hasta Octavia y le toca la piel con indecisión.
‐ Eres verde, ¿estás enferma?
‐ Es por moda, Posy, como llevar pintalabios ‐explico.
‐ Se supone que es bonito ‐susurra Octavia, y veo que las lágrimas están a punto
de mojarle las pestañas.
Posy se lo piensa y afirma, rotunda:
‐ Creo que estarías bonita con cualquier color.
Los labios de Octavia esbozan una diminuta sonrisa, y responde:
‐ Gracias.
‐ Si de verdad quieres impresionar a Posy tendrás que teñirte de rosa chillón ‐dice
Gale al dejar su bandeja junto a la mía‐. Es su color favorito. ‐Posy suelta una risita y
se desliza por el banco para volver con su madre. Gale señala con la cabeza el cuenco
de Flavius‐. Será mejor que no se te enfríe, no mejora la consistencia.
Todos nos ponemos a comer. El estofado no sabe mal, pero sí que tiene una
viscosidad difícil de soportar, como si tuvieras que tragar tres veces cada bocado
para bajarlo del todo.
Gale, que no suele hablar mucho durante las comidas, se esfuerza por mantener
viva la conversación preguntando por el maquillaje. Sé que intenta suavizar las cosas
porque anoche discutimos cuando sugirió que no había dejado más opción a Coin
que contrarrestar mi exigencia con la suya:
«‐Katniss, ella dirige este distrito. No puede hacerlo si parece que se pliega a tu
voluntad.
»‐Quieres decir que no soporta ninguna disensión, aunque sea justa ‐contraataqué.
»‐Quiero decir que la dejaste mal. Obligarla a otorgar la inmunidad a Peeta y los
otros sin saber qué clase de problemas pueden causar…
»‐Entonces, ¿tendría que haber seguido con el guión y dejar que los demás tributos
se las apañen? Da un poco igual, ¡porque eso es lo que estamos haciendo de todas
formas!».
Entonces le cerré la puerta en las narices. No me senté con él en el desayuno, y
cuando Plutarch lo envió a entrenamiento esta mañana, lo dejé marchar sin decir
palabra. Sé que sólo hablaba porque se preocupa por mí, pero necesito que esté de mi
parte, no de la de Coin. ¿Cómo es que no lo sabe?
Después de comer, Gale y yo tenemos que ir a Defensa Especial para reunirnos
con Beetee. En el ascensor, Gale dice al fin:
‐ Sigues enfadada.
‐ Y tú sigues sin sentirlo.
‐ Sigo manteniendo lo que dije. ¿Quieres que te mienta?
‐ No, quiero que te lo vuelvas a pensar y llegues a la conclusión correcta ‐
respondo, pero se ríe.
Tengo que dejarlo pasar, no tiene sentido intentar dictar a Gale lo que debe pensar.
Además, para ser sincera, ésa es una de las razones por las que confío en él.
La planta de Defensa Especial está situada casi tan abajo como las mazmorras en
las que encontramos al equipo de preparación. Es una colmena de salas llenas de
ordenadores, laboratorios, equipo de investigación y pistas de pruebas.
Cuando preguntamos por Beetee, nos dirigen a través del laberinto hasta que
llegamos a una enorme ventana de lámina de vidrio. Dentro guardan la primera cosa
bella que veo en el Distrito 13: una réplica de un prado lleno de árboles de verdad y
plantas en flor, y repleto de colibrís. Beetee está sentado inmóvil en una silla de
ruedas en el centro del prado observando cómo un pájaro verde flota en el aire
sorbiendo el néctar de una gran flor naranja. Sus ojos siguen al pájaro que se aleja, y
entonces nos ve y nos hace un gesto amistoso para que entremos con él.
El aire es fresco y respirable, no húmedo y pesado como cabría esperar. Desde
todas las esquinas nos llega el zumbido de alas diminutas, que antes confundía con el
de los insectos de nuestro bosque. Me pregunto cómo es posible que hayan
construido algo tan bello en este lugar.
Beetee todavía tiene la palidez de un convaleciente, aunque detrás de esas gafas
que tan mal le sientan se le ven los ojos brillantes de la emoción.
‐ ¿A que son magníficos? Los del 13 llevan años estudiando aquí su aerodinámica.
Vuelo hacia delante y marcha atrás, y velocidades de hasta noventa y seis kilómetros
por hora. ¡Ojalá pudiera fabricarte unas alas así, Katniss!
‐ Dudo que supiera manejarlas ‐respondo entre risas.
‐ Un segundo aquí y otro allí. ¿Serías capaz de derribar a un colibrí con una flecha?
‐me pregunta.
‐ Nunca lo he intentado, no tienen mucha carne.
‐ No, y no eres de las que matan por deporte ‐dice él‐, pero seguro que cuesta
acertarles.
‐ Quizá podría usarse una trampa ‐comenta Gale; tiene esa expresión distante que
pone cuando está dándole vueltas a algo‐. Se usa una red con una malla muy fina, se
cierra una zona y se deja una abertura de unos dos metros cuadrados. En el interior
se ponen flores con néctar de cebo. Mientras se alimentan, se cierra la abertura.
Huirían al oír el ruido, pero sólo llegarían al otro extremo de la red.
‐ ¿Funcionaría eso? ‐pregunta Beetee.
‐ No lo sé, sólo es una idea ‐responde Gale‐. Puede que sean demasiado listos.
‐ Puede, pero juegas con su instinto natural de huir del peligro. Pensar como tus
presas…, así se descubren sus puntos débiles.
Recuerdo algo en lo que no quiero pensar: mientras nos preparábamos para el
Vasallaje, vi una cinta en la que Beetee, que no era más que un crío, conectaba dos
cables y electrocutaba a una manada de chicos que intentaba cazarlo. Las
convulsiones de los cuerpos, las expresiones grotescas… En los momentos anteriores
a su victoria en aquellos lejanos Juegos del Hambre, Beetee contempló las muertes de
los demás. No era culpa suya, sólo defensa propia. Todos actuábamos en defensa
propia…
De repente quiero salir de la sala de los colibrís antes de que alguien empiece a
montar una trampa.
‐ Beetee, Plutarch nos ha dicho que tenías algo para mí.
‐ Cierto, así es, tu nuevo arco.
Pulsa un control manual en el brazo de la silla y sale rodando de la sala. Mientras
lo seguimos por las vueltas y revueltas de Defensa Especial, nos explica lo de la silla.
‐ Ahora puedo caminar un poco, pero me canso muy deprisa. Me resulta más fácil
manejarme con esto. ¿Cómo le va a Finnick?
‐ Tiene… problemas de concentración ‐respondo; no quiero decir que sufre un
deterioro mental completo.
‐ Problemas de concentración, ¿eh? ‐dice Beetee, esbozando una sonrisa triste‐. Si
supieras por lo que ha pasado Finnick en los últimos años, sabrías el mérito que tiene
que siga entre nosotros. En fin, dile que he estado trabajando en un nuevo tridente
para él, ¿vale? Algo para distraerlo un poco.
Diría que lo que menos necesita Finnick son distracciones, pero prometo pasar el
mensaje.
Cuatro soldados protegen la entrada del pasillo que pone: «Armamento especial».
Comprobar los horarios de los antebrazos no es más que un paso preliminar.
También nos hacen escáneres de huellas, retina y ADN, y tenemos que pasar a través
de unos detectores de metal especiales. Beetee deja su silla de ruedas fuera, aunque le
proporcionan otra cuando entramos. Todo me parece muy extraño porque no creo
que nadie criado en el Distrito 13 pueda ser una amenaza para el Gobierno. ¿Han
montado estas medidas de seguridad por la reciente entrada de inmigrantes?
En la puerta de la armería nos encontramos con una segunda ronda de
comprobaciones de identidad (como si mi ADN hubiera cambiado en el rato que
hemos tardado en recorrer los veinte metros del pasillo) y por fin nos permiten entrar
en la colección de armas. Tengo que reconocer que el arsenal me quita el aliento: fila
tras fila de armas de fuego, lanzadores, explosivos y vehículos armados.
‐ Obviamente, la División Aerotransportada se guarda por separado ‐nos explica
Beetee.
‐ Obviamente ‐respondo, como si no cupiera duda.
No sé cómo van a encajar un arco y una flecha en un equipo de alta tecnología
como éste, hasta que llego a una pared llena de arcos mortíferos. Durante el
entrenamiento jugué con muchas de las armas del Capitolio, pero ninguna había sido
diseñada para el combate militar. Centro mi atención en un arco de aspecto letal tan
lleno de miras y dispositivos varios que seguro que ni puedo levantarlo, por no
hablar ya de disparar con él.
‐ Gale, quizá quieras probar unos cuantos de éstos ‐dice Beetee.
‐ ¿En serio? ‐responde Gale.
‐ Al final te darán un arma de fuego para la batalla, por supuesto, pero si apareces
como parte del equipo de Katniss en las propos, una cosa de éstas quedará más
vistosa. Se me había ocurrido que te gustaría elegir una que te vaya bien.
‐ Sí, claro.
Gale agarra justo el arco que me había llamado la atención hace un momento y se
lo lleva al hombro. Apunta con él hacia varios lugares de la sala y observa todo a
través de la mira.
‐ No parece muy justo para los ciervos ‐comento.
‐ Pero no lo usaría contra los ciervos, ¿no? ‐responde él.
‐ Ahora mismo vuelvo ‐dice Beetee antes de meter un código en un panel y abrir
así una puertecita. Lo veo desaparecer y se cierra la puerta.
‐ Entonces, ¿te resultaría fácil usarlo contra personas? ‐pregunto.
‐ No he dicho eso ‐responde Gale, bajando el arco‐, pero si hubiera tenido un arma
con la que evitar lo que pasó en el 12…, si hubiera tenido un arma para mantenerte
fuera de la arena… la habría usado.
‐ Yo también ‐reconozco, aunque no sé qué decirle sobre las consecuencias de
matar a una persona, sobre cómo esa persona sigue dentro de ti para siempre.
Beetee vuelve con una caja negra, alta y rectangular mal colocada entre su
reposapiés y el hombro. Se detiene y se inclina hacia mí.
‐ Para ti.
Dejo la caja en el suelo y abro los pestillos del lateral. La tapa se abre sin hacer
ruido. Dentro, sobre un lecho de terciopelo marrón arrugado, hay un arco negro
impresionante.
‐ Oh ‐susurro, admirada.
Levanto con cuidado el arco para contemplar su exquisito equilibrio, el elegante
diseño y la curva de los extremos que, de algún modo, recuerdan a las alas de un
pájaro en vuelo. Hay algo más: tengo que quedarme muy quieta para asegurarme de
que no me lo imagino, pero no, el arco está vivo. Me lo llevo a la mejilla y noto el
ligero zumbido que me llega hasta los huesos de la cara.
‐ ¿Qué está haciendo? ‐pregunto.
‐ Te saluda ‐explica Beetee, sonriendo‐. Ha oído tu voz.
‐ ¿Reconoce mi voz?
‐ Sólo tu voz. Verás, sólo querían que diseñara un arco bonito para tu disfraz,
¿sabes? Sin embargo, no dejaba de pensar que era una pérdida de tiempo. Es decir,
¿y si alguna vez lo necesitas de algo más que de adorno? Así que lo dejé sencillo por
fuera y volqué mi imaginación en el interior. Es más fácil explicarlo con la práctica,
¿queréis probarlos?
Queremos. Ya nos han preparado un campo de tiro. Las flechas que ha diseñado
Beetee son tan extraordinarias como el arco; entre las dos cosas, puedo disparar con
precisión a más de noventa metros. La variedad de flechas (afiladas como cuchillas,
incendiarias, explosivas) convierten el arco en un arma multidisciplinar. Cada tipo de
flecha tiene el astil de un color distinto y puedo usar el arco con la voz cuando
quiera, aunque no sé para qué iba a querer hacerlo. Para desactivar las propiedades
especiales del arco sólo tengo que decir: «Buenas noches». Entonces se va a dormir
hasta que el sonido de mi voz vuelve a despertarlo.
Cuando dejo a Beetee y a Gale para volver con mi equipo de preparación, estoy de
buen humor. Aguanto pacientemente el resto del trabajo de maquillaje y me pongo
mi disfraz, que ahora incluye una venda ensangrentada sobre la cicatriz del brazo, de
modo que quede claro que he entrado en combate hace poco. Venia me pone la
insignia del sinsajo a la altura del corazón. Recojo el arco y el carcaj de flechas
normales que me hizo Beetee sabiendo que nunca me permitirían andar por aquí con
las flechas cargadas. Después pasamos al estudio y me tengo que quedar de pie una
eternidad mientras retocan el maquillaje, la luz y el humo. Al final empiezan a
disminuir las órdenes que la gente invisible escondida en la misteriosa cabina
acristalada envía por el intercomunicador. Fulvia y Plutarch ya pasan más tiempo
examinando que retocando. Y por fin se hace el silencio; durante cinco minutos
enteros se limitan a observarme hasta que Plutarch dice:
‐ Creo que así vale.
Me piden que me acerque a un monitor. Vuelven a poner los últimos minutos de
grabación y veo a la mujer en la pantalla. Su cuerpo parece más alto, más imponente
que el mío; tiene la cara manchada, pero sexy; las cejas son de color negro y las
frunce en un gesto de desafío; le salen volutas de humo de la ropa, como sugiriendo
que acaba de apagarse o que está a punto de arder. No sé quién es esta persona.
Finnick, que lleva unas cuantas horas dando vueltas por el decorado, se me acerca
por detrás y dice con un toque de su antiguo humor:
‐ Querrán matarte, besarte o ser como tú.
Todos están emocionados y muy contentos con su trabajo. Ya casi es hora de bajar
a cenar, pero insisten en seguir. Mañana nos centraremos en los discursos y las
entrevistas, y tendré que fingir estar en batallas de los rebeldes. Hoy sólo necesitan
un lema, una única línea que puedan meter en una propo corta para Coin.
La línea es: «¡Pueblo de Panem: lucharemos, desafiaremos y acabaremos con
nuestra hambre de justicia!». Por la forma en que la presentan sé que han pasado
meses, puede que años, creándola y que están muy orgullosos de ella. Sin embargo,
es mucho para mí, muy rígido. No me imagino diciéndolo de verdad en la vida real,
salvo imitando el acento del Capitolio para reírme de ellos. Como cuando Gale y yo
imitábamos el lema de Effie Trinket: «¡Que la suerte esté siempre, siempre de vuestra
parte!». Pero tengo a Fulvia encima describiendo una batalla en la que acabo de estar,
que mis camaradas están muertos a mi alrededor y que, para arengar a los vivos,
debo volverme hacia la cámara y ¡gritar la línea!
Me devuelven corriendo a mi sitio, y la máquina de humo entra en acción.
Alguien pide silencio, las cámaras empiezan a rodar y oigo: «¡Acción!». Así que
levanto el arco sobre la cabeza y chillo con toda la rabia que logro reunir:
‐ ¡Pueblo de Panem: lucharemos, desafiaremos y acabaremos con nuestra hambre
de justicia!
El plató guarda silencio. Y el silencio dura y dura.
Finalmente se activa el intercomunicador y la dura risa de Haymitch resuena por
el estudio. Se contiene lo justo para decir:
‐ Y así, amigos míos, es como muere una revolución.

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