domingo, 20 de mayo de 2012

Capitulo 24

Tardo un rato en explicarle la situación a Peeta, que la Comadreja estaba robando de la pila de suministros antes de que yo la hiciese estallar, que había intentado llevarse lo suficiente para sobrevivir sin llamar la atención, que no se habría planteado la seguridad de comerse unas bayas que estábamos preparando para nosotros.
--Me pregunto cómo nos encontró --comenta Peeta--. Es culpa mía, supongo, si soy tan ruidoso como dices.
Éramos tan difíciles de seguir como una manada de reses, pero procuro ser amable.
--Y es muy lista, Peeta. Bueno, lo era, hasta que tú la superaste.
--No fue a propósito. No me parece justo. Es decir, si ella no se hubiese comido primero las bayas, nosotros dos estaríamos muertos. --Entonces, se corrige--. No, claro; tú las reconociste, ¿verdad?
--Las llamamos jaulas de noche --respondo, asintiendo.
--Hasta el nombre suena peligroso. Lo siento, Katniss, creía que eran las mismas que recogiste tú.
--No te disculpes. Esto significa que estamos un paso más cerca de casa, ¿no?
--Me desharé del resto --responde Peeta.
Recoge el plástico azul procurando que queden todas dentro y las tira en el bosque.
--¡Espera! --exclamo. Busco el saquito de cuero del chico del Distrito 1 y lo lleno de bayas--. Si engañaron a la Comadreja, quizá engañen a Cato. Si nos está persiguiendo o algo, podemos hacer como si se nos cayera la bolsa y, si se las come...
--Estaríamos en el Distrito 12.
--Eso es --respondo, colgándome el saquito del cinturón.
--Ahora sabrá dónde estamos. Si estaba cerca y vio el aerodeslizador, sabrá que la hemos matado y vendrá a por nosotros.
Peeta tiene razón: podría ser la oportunidad que esperaba Cato. Sin embargo, aunque huyamos ahora, tenemos que cocinar la carne y nuestra hoguera será otro indicio de nuestro paradero.
--Vamos a hacer un fuego ahora mismo --digo, empezando a recoger ramas y arbustos.
--¿Estás lista para enfrentarte a él?
--Estoy lista para comer. Será mejor que cocinemos mientras podamos. Sí, sabe que estamos aquí, pues lo sabe, pero también sabe que somos dos y seguramente supone que hemos cazado a la Comadreja. Eso significa que estás recuperado, y el fuego le dice que no nos escondemos, que lo invitamos a venir. ¿Tú vendrías?
--Quizá no.
Peeta es un mago de las hogueras y consigue hacer prender la madera húmeda. En un momento tenemos los conejos y la ardilla asándose, y las raíces envueltas en hojas cociéndose en las ascuas. Nos turnamos para recoger vegetales y estar pendientes de la aparición de Cato, aunque, como yo suponía, no aparece. Cuando se termina de hacer la comida, la empaqueto casi toda y nos quedamos con una pata de conejo cada uno, para ir comiéndonosla por el camino.
Quiero meterme más en el bosque, trepar a un buen árbol y acampar, pero Peeta se resiste.
--No soy capaz de trepar como tú, Katniss, sobre todo con mi pierna, y no creo que pudiera quedarme dormido a quince metros del suelo.
--No es seguro quedarse en campo abierto, Peeta.
--¿No podemos volver a la cueva? Está cerca del agua y es fácil defenderla.
Suspiro. Una caminata (o, mejor dicho, un estruendo) de varias horas por el bosque para llegar a una zona que tuvimos que abandonar por la mañana para cazar. Por otro lado, Peeta no pide mucho; ha obedecido mis instrucciones durante todo el día y estoy segura de que, si la situación fuese la inversa, no me haría pasar la noche en un árbol. Caigo en la cuenta de que hoy no he sido muy amable con él: me he quejado porque hace mucho ruido y le he gritado por desaparecer. El romance picaro de la cueva ha desaparecido al salir al exterior, bajo el sol caliente, con la amenaza de Cato acechándonos. Seguro que Haymitch está harto de mí y, en cuanto a la audiencia...
Me acerco y le doy un beso.
--Claro, vamos a la cueva.
--Bueno, no ha sido tan difícil --responde él, contento y aliviado.
Saco mi flecha del roble procurando no estropearla. Estas flechas significan comida, seguridad y la vida misma.
Echamos un puñado de leña al fuego, de modo que siga echando humo unas cuantas horas, aunque dudo que Cato suponga nada a estas alturas. Cuando llegamos al arroyo, veo que el agua ha bajado mucho y se mueve a su pausado ritmo de siempre, así que sugiero caminar por ella. Peeta accede encantado y, como hace mucho menos ruido dentro del agua que en tierra, acaba siendo una buena idea por partida doble. No obstante, el camino de vuelta a la cueva es largo, a pesar de ir cuesta abajo, a pesar de habernos comido el conejo. Los dos estamos agotados después de la excursión de hoy y todavía nos falta alimento. Mantengo el arco cargado, tanto por Cato como por los peces que pueda ver, aunque, curiosamente, el arroyo parece vacío.
Cuando llegamos a nuestro destino, estamos arrastrando los pies y el sol ha bajado mucho en el horizonte. Llenamos las botellas de agua y subimos la pequeña cuesta a nuestra guarida. No es gran cosa, pero aquí, en la naturaleza, es lo más parecido que tenemos a un hogar. Además, hará más calor que subidos en un árbol, porque nos protege del viento que ha empezado a soplar con fuerza desde el oeste. Preparo una buena cena, pero, a la mitad, Peeta empieza a cabecear. Después de varios días de inactividad, la caza se ha cobrado su precio, así que le ordeno que se meta en el saco de dormir y aparto el resto de su comida para cuando se despierte. Él se duerme en un segundo, y yo lo tapo hasta la barbilla y le doy un beso en la frente, no para el público, sino para mí, porque me siento muy agradecida de que siga aquí y no muerto junto al arroyo, como creía. Me siento muy agradecida por no tener que enfrentarme a Cato yo sola.
El brutal y sanguinario Cato, que puede partir cuellos con un movimiento de su brazo, que cuenta con la fuerza necesaria para acabar con Thresh, que la tiene tomada conmigo desde el principio. Probablemente me odia desde que lo superé en la puntuación del entrenamiento. Un chico como Peeta puede asimilarlo sin problemas, pero me da la impresión de que a Cato lo obsesiona, lo que no es tan difícil. Pienso en su ridícula reacción al descubrir que las provisiones habían volado por los aires. Los demás estaban enfadados, claro, pero él estaba completamente desquiciado. Me pregunto si Cato no estará un poco loco.
El cielo se ilumina con el sello, y veo a la Comadreja brillar y desaparecer del mundo para siempre. Aunque no lo ha dicho, creo que Peeta no se siente bien por haberla matado, por muy esencial que fuese. No puedo fingir que la echaré de menos, pero sí la admiro. Creo que si nos hubiesen puesto algún tipo de examen, ella habría demostrado ser la más lista de todos los tributos. De hecho, si le hubiésemos puesto una trampa, seguro que la habría intuido y no se habría comido las bayas. Ha sido la ignorancia de Peeta lo que ha acabado con ella. Me he pasado tanto tiempo asegurándome de no subestimar a mis contrincantes que se me había olvidado que sobrestimarlos es igual de peligroso.
Eso me recuerda de nuevo a Cato, pero, aunque creo que comprendía a la Comadreja, quién era y cómo funcionaba, ese chico me resulta más escurridizo. Es fuerte y está bien entrenado, pero ¿es listo? No lo sé. No es tan listo como ella y le falta el autocontrol que demostró la Comadreja. Creo que Cato podría perder el juicio en un arranque de ira. En ese punto no me siento superior, porque recuerdo el momento en que atravesé la manzana del cerdo con una flecha por culpa de la rabia que sentía. Quizá entienda a Cato mejor de lo que creo.
A pesar del cansancio, tengo la mente despierta, así que dejo que Peeta duerma un poco más de lo que le corresponde. De hecho, el cielo ha empezado a teñirse de un gris suave cuando le sacudo el hombro. Él se despierta, casi sobresaltado.
--He dormido toda la noche. No es justo, Katniss, deberías haberme despertado.
--Dormiré ahora. Despiértame si pasa algo interesante --respondo, estirándome y metiéndome en el saco.
·
Al parecer no sucede nada interesante, porque, cuando abro los ojos, la ardiente luz de la tarde entra a través de las rocas.
--¿Alguna señal de nuestro amigo? --pregunto.
--No, no se está dejando ver, y eso resulta inquietante.
--¿Cuánto tiempo crees que nos queda hasta que los Vigilantes nos obliguen a juntarnos?
--Bueno, la Comadreja murió hace casi un día, así que la audiencia ha tenido tiempo de sobra para hacer apuestas y aburrirse. Supongo que podría suceder en cualquier momento.
--Sí, tengo la sensación de que será hoy --respondo; después me siento y contemplo el pacífico paisaje--. Me pregunto cómo lo harán. --Peeta guarda silencio. La verdad es que no hay respuesta posible--. Bueno, hasta que lo hagan, no tiene sentido desperdiciar un día de caza, aunque deberíamos comer todo lo posible, por si nos metemos en problemas.
Peeta empaqueta nuestro equipo mientras yo preparo una gran comida: el resto de los conejos, raíces, verduras, los panecillos con el último trocito de queso. Lo único que dejo en reserva es la ardilla y la manzana.
Cuando terminamos, sólo queda una pila de huesos de conejo. Tengo las manos grasientas, lo que no hace más que añadirse a mi sensación general de suciedad. Puede que en la Veta no nos bañemos todos los días, pero solemos estar más limpios de lo que yo lo he estado últimamente. Una capa de mugre me cubre todo el cuerpo, salvo los pies, que han caminado por el arroyo.
Dejar la cueva es como cerrar un capítulo; no sé por qué, pero creo que no pasaremos otra noche en el estadio. De una forma u otra, vivos o muertos, me da la impresión de que saldré de aquí hoy mismo. Me despido de las rocas con una palmadita y nos dirigimos al arroyo para lavarnos. La piel me pica, deseando meterse en el agua fresca; puede que me peine el pelo y me lo trence mojado. Me pregunto si podremos darle un fregado rápido a nuestra ropa cuando lleguemos al arroyo... o a lo que antes era el arroyo. Ahora es un lecho completamente seco. Lo toco.
--Ni siquiera un poco húmedo, tienen que haberlo drenado mientras dormíamos --digo.
Empiezo a asustarme al pensar en la lengua agrietada, el cuerpo dolorido y la mente embotada de mi anterior deshidratación. Tenemos bastante llenas las botellas y la bota, aunque, al ser dos personas y hacer tanto calor, no tardaremos en vaciarlas.
--El lago --dice Peeta--. Ahí quieren que vayamos.
--Quizá en los estanques tengan algo de agua.
--Podemos mirar --responde él, pero sé que lo hace para darme esperanzas. Yo también lo hago por eso, porque sé lo que encontraré cuando regresemos al lago en el que me empapé la pierna: un agujero polvoriento y vacío. Sin embargo, vamos hasta allí de todos modos, sólo para confirmar lo que ya sabíamos.
--Tienes razón, nos llevan al lago --reconozco. Un sitio donde no te puedes esconder, donde tendrán garantizada una lucha sangrienta a muerte sin nada que les tape la vista--. ¿Quieres ir directamente o esperar a que nos quedemos sin agua?
--Vámonos ahora que estamos descansados y hemos comido. Acabemos con esto de una vez.
Asiento. Tiene gracia, es como si volviese a ser el primer día de los juegos, como si estuviese en la misma posición. A pesar de que ya han muerto veintiún tributos, sigo teniendo que matar a Cato y, a decir verdad, ¿no ha sido él siempre el objetivo? Ahora los otros tributos me parecen sólo obstáculos menores, distracciones que nos apartaban de la verdadera batalla de los juegos: Cato y yo.
Sin embargo, también está el chico que espera a mi lado, el que me rodea con sus brazos.
--Dos contra uno. Debería estar chupado --me dice.
--La próxima vez que comamos, será en el Capitolio.
--Seguro que sí.
Nos quedamos quietos un momento, abrazados, sintiendo nuestros cuerpos, el sol y el murmullo de las hojas a nuestros pies. Después, sin decir palabra, nos separamos y nos dirigimos al lago.
Ya no me importa que las pisadas de Peeta hagan correr a los roedores y volar a los pájaros, porque tenemos que luchar contra Cato y me da igual hacerlo aquí o en la llanura. Por otro lado, dudo que tengamos alternativa: si los Vigilantes nos quieren en campo abierto, allí nos tendrán.
Nos detenemos unos momentos bajo el árbol en el que me atrapó Cato. El cascarón vacío del nido de rastrevíspulas, hecho trizas por las lluvias y secado después al ardiente sol, confirma nuestra situación. Lo toco con la punta de la bota y se disuelve en un polvo que la brisa se lleva rápidamente. No puedo evitar levantar la mirada hacia el árbol en el que se ocultaba Rue, esperando para salvarme la vida. Rastrevíspulas; el cuerpo hinchado de Glimmer, las terroríficas alucinaciones...
--Sigamos --digo, deseando huir de la oscuridad que rodea este lugar.
Peeta no pone objeciones.
Como nos ponemos en marcha tarde, llegamos a la llanura a primera hora de la noche. No hay ni rastro de Cato, ni de nada que no sea la Cornucopia dorada brillando bajo los últimos rayos de sol. Por si Cato decide hacernos un truco a lo Comadreja, rodeamos la Cornucopia para asegurarnos de que está vacía. Después, obedientes, como si siguiésemos instrucciones, nos acercamos al lago y llenamos los contenedores de agua.
--No nos viene bien luchar contra él a oscuras --comento, frunciendo el ceño--. Sólo tenemos unas gafas.
--Quizá esté esperando por eso --responde Peeta, echando con cuidado las gotas de yodo en el agua--. ¿Qué quieres hacer? ¿Volver a la cueva?
--O eso o subirnos a un árbol, pero vamos a darle otra media hora o así. Después, nos escondemos.
Nos sentamos junto al lago, a plena vista; no tiene sentido ocultarse ahora. En los árboles a la orilla de la llanura veo revolotear a los sinsajos; se lanzan melodías los unos a los otros como si fueran pelotas de colores. Abro la boca y canto la canción de cuatro notas de Rue. Noto que se callan, curiosos al oír mi voz, y esperan a que cante algo más. Repito las notas. Un primer sinsajo imita la melodía, después otro y, finalmente, todo el bosque se llena del mismo sonido.
--Igual que tu padre --dice Peeta.
--Es la canción de Rue --respondo, tocándome la insignia que llevo prendida a la camisa--. Creo que la recuerdan.
La música sube de volumen y reconozco su genialidad; al solaparse las notas, se complementan entre sí formando una armonía celestial y encantadora. Gracias a Rue, aquél era el sonido que enviaba a casa a los trabajadores de los huertos del Distrito 11 cada noche. ¿Repetirá alguien este sonido después de su muerte?
Durante un momento me limito a cerrar los ojos y escuchar, hipnotizada por la belleza de la canción. Entonces, algo interrumpe la música, la melodía se rompe en líneas irregulares e imperfectas, y unas notas discordantes se entremezclan con ella. Las voces de los sinsajos se convierten en un chillido de advertencia.
Nos ponemos en pie de un salto, Peeta con el cuchillo en la mano y yo preparada para disparar, y Cato sale de los árboles y corre hacia donde estamos. No tiene lanza; de hecho, lleva las manos vacías, pero va directo a por nosotros. Mi primera flecha le da en el pecho e, inexplicablemente, rebota en él.
--¡Tiene alguna clase de armadura! --le grito a Peeta.
Y se lo grito justo a tiempo, porque tenemos a Cato encima. Me preparo, pero él se estrella contra nosotros sin intentar frenar antes. Por los jadeos y el sudor que le cae de la cara amoratada, sé que lleva mucho tiempo corriendo, pero no hacia nosotros, sino huyendo de algo. ¿De qué?
Examino el bosque justo a tiempo de ver cómo la primera criatura entra en la llanura de un salto. Mientras me vuelvo, veo que se le unen otras seis. Después salgo corriendo a ciegas detrás de Cato sin pensar en nada que no sea salvar el pellejo.

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